Recáspita, recáspita, recáspita. Soy una inmigrante ilegal. O, mejor dicho, era. O, mejor dicho, intenté dejar de serlo, sin resultado. O, mejor dicho, era, intenté dejar de serlo y no me dejaron. Lo dicho: recáspita.
Todo empezóse en una comisaría italiana, donde en teoría una debía ir a por su Carta di Soggiorno. Para ello, debía mostrar presteza, velocidad y diligencia una vez llegada a tan grandiosa nación (reconozco que la única diligencia que he desarrollado últimamente ha sido la de pasear mi culo redondeado a golpe de pizza por toda la ciudá, mea culpa) para conseguir el mentado documento, con el objetivo de laborar en esa fermosa bota también llamada Italia, también llamada Venaquíquetepatearéelculo, también llamada Checazzofai, con el objetivo de labrarse un futuro en un país de la Unión Europea, ese aún más fermoso, bello e impresionante organismo político, que garantiza seguridad a sus miembros así como facilidad de trabajo. Facilidad. Son cachondos, los tíos.
La comisaría era el sitio equivocado, cómo no. Yo era miembro de la UE, qué narices hacía allí, sin duda me habían informado mal. Debía ir al comissariato centrale, donde me esperaba una cola de quilómetro (no es una frase hecha) o en su defecto, pedir una cosa llamada Ticket Blue en una Oficina de Correos. Bueno, pensé, iré a Correos. Si total, ya somos amigos, casi me quedo a dormir en la cola por mandar un par de postales, qué más dará un par de horitas más.
Así pues, mi epopeya pseudopolítica continuó en mi estupenda centralita de correos, a un par de minutos de mi casa. Qué sillones, qué techos, qué manchas de humedad. Arte posmodernista, sin duda; miel para mis ojos. Por no hablar de los bienamados empleados, crème de la crème, gloria entre los gloriosos, rápidos entre los rápidos.
Una hora y tres análisis de manchas después es mi turno: el buen hombre que ha atendido con amabilidad a una mujer mayor con el acento de Alessandro Lecquio con dolor de muelas mientras mastica mozzarella, me mira con el ceño fruncido por mi acento spagnolo. Bocalizo. No me entiende. Vuelvo a bocalizar. Tiiiiiiicket Bluuuuue. Se supone que son palabras inglesas, pero no domino todavía muy bien el acento italiano cuando se habla inglés; se ve que si lo dices a la inglesa no se cascan. Pero qué más da, por fin lo he conseguido. El susodicho Ticket Blue consiste en un sobre con unos papelajos dentro que tengo que rellenar con mis datos (hijos y marido, uhm, aprovecharé para rellenar el de marido con el nombre de mi querido Tío Vicente) así como una maravillosa casilla en la que elijo: ¿quiero el Ticket Blue para trabajar? ¿Para estudiar? Para trabajar, me digo.
Bien, me mandan a la oficina del fondo. Me estudio las dos manchas de humedad que quedan mientras espero. Aún así, no ha habido suerte: tengo que ir a la Oficina de Correos del barrio pijo, el EUR, donde tienen una ventanilla especial para mi caso. Empiezo a tomar complejo de pelota de goma.
Continuóse mi epopeya. Me planto en el EUR escuchando a Engendro. ¡Albricias, hallado lo he! Un edificio enorme, de mármol, enfrente de un aparcamiento lleno de cagadas de caniche. Nuevos ricos, me digo. Deberían aprender de Laporta, que no tiene caniche. Me empiezo a entrenar mentalmente tarareando la mundialmente famosa cancioncita de los elefantes que se balanceaban o se columpiaban con leche o con cerveza o con cuatro porros como Puff, el dragón mágico, que en realidad todo Dios sabe que no era un dragón sino una alucinación provocada por la droga cantada por el representante de una generación americana desencantada por la sordidez de la sociedá yanki (y con pocas ganas de currar). Llego. Miro al techo; no hay manchas de humedad. Mierda, me aburriré mucho.
Una hora después es mi turno. La amable señora de la ventanilla con la cara y la donosura indescriptible de Paquirrín me informa, muy amablemente, de que no era necesario esperar porque no hacía falta que hiciera cola y que deprisa, por favor, que no tiene todo el día. Con el estado de ánimo que se puede esperar, le enseño mis papelajos. Sí, soy española. No, no he hecho fotocopia de todas las páginas del pasaporte. Sí, encuentro estúpido hacerle fotocopia a la última página, más que nada porque es una tapa de cuero. Aún así, y como soy el equivalente femenino de un calzonazos (y, sobre todo, porque necesito el documento) voy a hacer las fotocopias consolándome diciendo que la estupidez es universal.
La copistería está cerrada por reparaciones, hasta que llega un señor italiano mayor con pinta de ricachas y las máquinas se arreglan misteriosamente. Cuando yo pregunto, el dueño me indica que se han vuelto a romper, inexplicablemente. Maldigo mis pintas de friki que no me dejan hacer fotocopias en el barrio de los caniches cagones. Voy a una papelería pijísima de la muerte, donde hay una familia filipina con cuatro niños haciendo fotocopias de los pasaportes de todos, mientras cuatro pijos de mi edad con bolsos y camisetas de Benetton se quejan de lo mal que va el tráfico en Roma (estoy de acuerdo con los pijos; definitivamente, esto está acabando conmigo). Me salen raíces esperando, obviamente. Encima, la fotocopiadora es autoservicio, tanto, que nadie de la tienda te sabe dar razón de cómo funciona. Te autosirves y encima te autojoden. ¡Es la autarquía total! ¡Chachiguay!
Finalmente, lo tengo todo. Paquirrina me revisa severamente los documentos. Le expongo mis dudas: quiero trabajar aquí, para eso me estoy haciendo la Carta, pero nunca lo he hecho antes. ¿Carta de estudio o de trabajo? le explicito con mi más exquisita educación. Se ve que además del aspecto, la muchacha tiene el mismo nivel de estudios que el hijo de la Pantoja y no lo sabe. Me da un teléfono al que debo llamar. Llamo. No existe. Vuelvo a llamar. Sigue sin existir.
A estas alturas soy como Belén Esteban sin su dosis de insulina. Me cabreo. Mucho. La mujer me arregla el documento ella misma. Todo está en orden. Por tan estupendos servicios, debo pagar a la Administración 30 fermosos euros. Sé que van a ir a parar todos al enésimo jacuzzi de Berlusconi. Espero que una burbuja se le introduzca por el ano y le salga por la boca.
Sólo una palabra final: rererecáspita con la Administración italiana.